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Siempre resulta difícil digerir una derrota y luego asumirla. Cuando el 16 de Noviembre de 2017 se firmó el Consenso Fiscal entre la Nación y veintitrés de las veinticuatro jurisdicciones provinciales, muchas voces -entre las que me incluyo, huelga aclarar-, se manifestaron con optimismo por lo que representaba esta herramienta de federalismo fiscal que propiciaba, fundamentalmente, el inicio del proceso de mutación de un tributo tan nocivo y objetable como el impuesto sobre los ingresos brutos, en un tributo técnicamente más eficiente como un impuesto provincial a las ventas.
Como si ese proceso de mutación de ingresos brutos fuera poco, los firmantes se comprometían, además, a cumplir una serie de obligaciones que apuntaban a la gestión de gobiernos responsables fiscalmente, a la contracción de la conflictividad judicial, a la reducción de la presión tributaria consolidada y a la generación de mejores condiciones para el desarrollo económico.
Fue así entonces que el Consenso Fiscal tuvo una favorable acogida entre los sufridos contribuyentes y los sectores empresariales, profesionales y académicos, ámbitos estos desde donde se ensayaron continuamente las más severas críticas contra la ineficiente gestión del elefantiásico gasto público que provoca la siempre creciente angurria recaudatoria en cada nivel de gobierno, en el afán de reducir los déficits de sus presupuestos.
La pretendida reforma tributaria implicaba un acuerdo previo entre la Nación y las provincias que se interpretó como el punto de partida hacia un nuevo esquema de federalismo de concertación, dejando de lado las contraproducentes relaciones de antaño (basadas en el juego de poder) en un intento de coordinación y armonización tributaria federal en pos de objetivos de rango más elevado.
Pero, claro, no fue todos aplausos o expresiones desmedidas de euforia triunfalista.
Inexorablemente, existieron también posiciones oscilantes entre el escepticismo y el pesimismo ante este consenso, fundadas en las experiencias anteriores de los Pactos Fiscales de 1992 y 1993, en los niveles alcanzados de gasto público y en las cuotas periódicas que obtuvieron los fiscos de los distintos niveles en los últimos años.
La addenda al Consenso del 13 de septiembre de 2018 hizo fruncir el ceño y levantar las cejas a los analistas que monitoreaban el cumplimiento; fue una señal de alarma por la que muchos comenzaron a recalcular su posicionamiento.
En cuanto a su finalidad concreta, desde la firma del Consenso Fiscal la presión tributaria provincial disminuyó 0,4 % sobre PBI y hacia el final del cronograma del 2022 podría haber llegado a bajar entre 1,5 y 2 % sobre PBI. Quizás ello podría no haber sido suficiente pero representado un gran alivio para los contribuyentes.
El escenario fiscal se complicó aún más con las condiciones de la macroeconomía y con los resultados de las elecciones de provincias y nación, ya que más de un candidato electo comenzó a poner sobre la mesa de discusión la necesidad de reformular el consenso o bien, de descartarlo.
Aquellas posiciones escépticas y pesimistas del 2017 y del 2018 se encumbran hoy, con el Consenso Fiscal agonizando, como victoriosas ante un nuevo fracaso del federalismo como expresión de un Estado republicano y federal.
No se puede ocultar, en todo caso, que es una victoria con sabor amargo ya que no existen motivos reales para festejar:
– Un impuesto sobre los ingresos brutos recargado parece renacer a la luz de los proyectos de leyes tarifarias para el ejercicio 2020 y el anacrónico impuesto de sellos seguirá indemne.
– La conflictividad judicial retoma su derrotero a partir del fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ante los amparos de quince provincias contra los Decretos 561 y 567 del 2019.
– El federalismo de concertación vuelve a la columna de pendientes y la armonización y coordinación tributaria entre los distintos niveles de gobierno se conciben nuevamente como meras expresiones teóricas y utópicas.
– La presión tributaria consolidada que soportan los contribuyentes crecerá ineludiblemente tratando de solucionar la falta de correspondencia fiscal entre ingresos y gastos públicos en los niveles subnacionales.
– El desarrollo económico y social del país quedará relegado, una vez más, al margen del reparto de responsabilidades entre los actores.
El adagio latino «Pacta sunt servanda», evidentemente, no resulta aplicable en este país.
Diego Andrés Colazo
Contador Público Nacional
Especialista en Tributación